Opinión
Indignaos y manifestaos

Directora de la Fundación PorCausa
-Actualizado a
Pocas cosas hay más desesperantes que la impunidad. La comisión impune de un crimen es muy dolorosa para aquellas personas afectadas por el mismo. Pero además es contagiosa. Es como una mancha de petróleo que cuando empieza a verterse en el mar se expande sin control. Parar la impunidad cuando empieza a crecer es muy complicado. No hay más que ver lo que está sucediendo ahora, donde gente con armas mata a otra gente desarmada ante la mirada de millones de personas con total impunidad. De Gaza a Libia, miles de muertos a manos de asesinos que parece que nunca serán juzgados. En España tenemos a nuestros muertos de las residencias y de la DANA, por los que nadie ha dado la cara, quizás porque son "mierdas", como dijo la presidenta de la Comunidad de Madrid, con total impunidad. El que fuera el país más poderoso del mundo tiene un presidente que lideró un golpe de Estado fallido con total impunidad. Milei promovió una criptomoneda, enriqueciendo a un grupito de amigos y arruinando a miles de personas, sin que por ello vaya a sufrir consecuencias. Juana Rivas ha tardado años en recuperar a sus hijos de su padre maltratador. La impunidad es desazonadora.
Decía Stephan Hessel, uno de los autores del texto de la declaración de los Derechos Humanos, que hay que indignarse por las cosas, porque la indiferencia es la peor de las actitudes. Y es cierto, la indiferencia permite la impunidad. La indignación lleva a la acción, la indiferencia es pasiva. También es cierto que vivimos en un momento de tal sobrecarga informativa que es muy difícil estar en contacto con todo lo que pasa sin poder aplicar un poco de espacio e indiferencia. Indignarse, explicaba Hessel, no implica agredir, ni insultar, ni incluye por defecto cualquier otra forma de violencia verbal o física. La indignación se debe expresar a través de acciones pacíficas y constructivas, porque el mundo que queremos, en el que no exista la impunidad, debe ser equitativo, justo y armonioso. Hessel, como yo, era un activista del amor, entendido este como un acto político.
Una de las acciones más satisfactorias que nos pueden ayudar a expresar nuestra indignación son las manifestaciones. Después de llevar una decena de años un poco denostadas, las manifestaciones resurgen con fuerza en estos primeros meses del año. Desde que Trump volvió a la Casa Blanca es como si el mundo entero se hubiera despertado. En Estados Unidos hay manifestaciones contra el Gobierno todos los días, en todos lados. En Serbia las manifestaciones de los estudiantes están siendo históricas. En España las manifestaciones por la vivienda están devolviéndonos a espacios que recuerdan a los de 2011. Y este 8M ha sido impresionante en Madrid, con lluvia pero tantísima gente y tanta ilusión. Las manifestaciones calientan el alma y nos recuerdan que somos muchas personas deseando un cambio. Corear en comunidad representa un chute de endorfinas y dopaminas que no lo arreglan todo por arte de magia, pero sí nos permiten recargar una energía que el agujero negro emocional que están provocando las malas noticias y las injusticias nos quita.
En términos absolutos, gente que se reúne para protestar pacíficamente por algo siempre ha habido. Están documentadas las protestas colectivas desde tiempos de las antiguas Grecia y Roma. Pero las manifestaciones, entendidas como un acto ordenado de presión política tal y como lo entendemos hoy, se sitúan históricamente a mediados del siglo XIX. Muchos textos vinculan este tipo de protestas con la muerte del denominado Antiguo Régimen, cuando pasamos de un modelo estamental a uno de clases. Pero fue realmente en el siglo XX cuando las manifestaciones se convierten en una herramienta recurrente para promover los cambios sociales. De hecho, ese siglo se denomina "la era de las protestas". Han sido muchísimos los cambios que se han conseguido a través de grandes manifestaciones. Desde la descolonización de la India y el fin de la guerra de Vietnam, hasta el sufragio universal, por poner algunos ejemplos. Yo recuerdo cómo las marchas por Miguel Ángel Blanco en el País Vasco marcaron un antes y un después en el rechazo colectivo e irreversible del terrorismo.
El politólogo Charles Tilly y otros autores sitúan en Gran Bretaña el cambio en la forma de reunirse y protestar, convirtiéndose en lo que hoy denominamos manifestación. Las manifestaciones ordenadas, pacíficas y toleradas –siendo esto último clave y diferencial, porque las reuniones pasan de ser reprimibles a ser aceptadas por considerarse legítimas– se habrían iniciado con las protestas por la masacre de Peterloo de agosto de 1819 en Gran Bretaña. La feroz represión contra personas que protestaban solicitando cambios en el sistema de voto para alcanzar el sufragio universal dio lugar a una protesta que el Gobierno no se atrevió a reprimir, marcando un antes y un después en la forma de protestar en Reino Unido y posteriormente en Europa y el mundo. A finales del siglo XIX los movimientos obreros impulsaron las huelgas y las manifestaciones. En 1890 se decidió organizar un día internacional de lucha para conseguir la jornada de ocho horas y de ahí nacerá el Día internacional de los trabajadores. Seguirían a este día algunos otros, siendo el más relevante el de la mujer, que tras haber tenido diferentes días en distintos países acaba declarándose universalmente en 1977, en la Asamblea General de la ONU, marcando el 8 de marzo.
En tiempos de sobreexposición mediática y con tanta tensión sistémica, las manifestaciones son más importantes que nunca. Son una forma de volver a la lucha analógica, abrazando y compartiendo con otras personas. Las manifestaciones pueden acabar con gobiernos y leyes o conseguir cambios indispensables. Ningún gobernante es inmune a la presión ciudadana, aunque lo pueda parecer. Por eso tenemos que volver a las calles y expresarnos a gritos y abrazos, para acabar con la impunidad y crear una verdadera democracia, informada e indignada pero justa y pacífica.
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