BARCELONA
Actualizado:Josep Maria Argilés, hoy, es un hombre tranquilo. Vive con su mujer en un pueblito de Lleida, apartado del ruido y del bullicio, donde a veces incluso cuesta que llegue la cobertura. Contesta el móvil con la extrañeza de quién ya no está acostumbrado a que lo llamen números desconocidos. Dice que no tiene problemas ni prejuicios con nadie. Dice, también, que no sabe qué contestar a las preguntas de un periodista. Tiene la voz diáfana, destensada. Cuando no hace frío, le gusta la vida en el campo.
Josep Maria Argilés, hace tres años, se levantaba todas las mañanas en Barcelona. Hasta que cerró la barbería en la que trabajaba, se jubiló, cargó el coche y se fue. Atrás quedaron pilas de horas, de años, dedicándose al oficio que aprendió de su padre, pasando la navaja por encima de la espuma, dando cita a los clientes detrás del mostrador y devolviéndoles el abrigo una vez hecho el corte con templanza y precisión. El local en el que atendía era pequeño. La última tarde que bajó la persiana, sabía que lo abandonaba para siempre. Como quien empuja un recuerdo con una patada al fondo del tiempo. O no. No del todo. Los muebles, después de desmontarlos, se los llevó con él.
El Bocaccio, de 1967 a 1985, fue el rincón de Barcelona donde pasaban las cosas verdaderamente importantes. Fundado por Oriol Regàs, con la ayuda de sus hermanas Rosa y Georgina, todavía nadie ha dado con su definición exacta: un bar, una discoteca, un club, una coctelería, una sala de fiestas, una boîte, un sitio de tertulia. De la decoración se encargó el único hermano varón del empresario, Xavier, que lo montó pieza por pieza. El fotógrafo Xavier Miserachs y la actriz Teresa Gimpera también ayudaron a poner en marcha el invento. O el periodista Joan de Segarra, que fue quien dio el chivatazo de que un local se había quedado vacío en el número 505 de la calle Muntaner y más tarde puso nombre a la clientela que convirtió ese espacio en un templo y una salida de emergencia de la espesa noche tardofranquista: la Gauche Divine.
El Bocaccio tenía "el espíritu de un lugar especial, con encanto, endemoniadamente alegre y, al mismo tiempo, inyectado de creatividad", escribe el periodista Toni Vall en Bocaccio. Donde ocurría todo, libro-homenaje a la boîte y a todos los fascinantes personajes que la frecuentaron. Editores, directores de cine, arquitectos, escritoras, diseñadores, músicos, actrices, modelos, pensadores, cantantes. Bocaccio fue y es, sobre todo, de los que hablaron, bebieron y bailaron en él. Muchas de las personalidades que nutrieron a finales del siglo pasado la llamada nueva cultura catalana, y que por aquel entonces, mientras la dictadura apuraba sus días, encontraron refugio y jarana por encima de la Diagonal, rodeados de ese granate intenso e inconfundible con el que estaban tapizados casi todos los objetos del local.
"Quedan por montar algunos muebles, algún día de estos nos pondremos". El señor Argilés habla con inesperada naturalidad de los cachivaches, en realidad reliquias, que colman las estancias de su casa. El tesoro escondido del Bocaccio. Durante años, ocuparon su modesto negocio de la calle de Sagués, donde se mudó después de trabajar un tiempo en la de Buenos Aires. "Primero, la barbería tenía una decoración más clásica, estilo inglés. Mucha madera y muchas líneas cuadradas. Cuando nos trasladamos, decidimos cambiar la decoración". En la pared colgaron los espejos de la antigua discoteca, "un poco ahumados, imitando a viejo". La puerta por la que entraban y salían los camareros, con las características formas modernistas, fue instalada al lado del mostrador. También el tocador, que en el club encontrabas entrando a mano derecha, donde solía pegarse el cartel con el cóctel del día. O una de las columnas de la sala de baile. O posavasos, cuadros, copas y otros detalles que el señor Argilés esparció por la barbería a modo de sugerentes guiños al pasado. Objetos vivos, con memoria. Pequeñas grietas por las que acceder a un mundo que una vez fue y que nunca acabó de marcharse del todo.
La pregunta del millón es: ¿pero cómo consiguió este hombre hacerse con todo este arsenal nostálgico? "Es largo, ¿eh?", dice él, con un hilo de timidez. "En Barcelona yo conocía a un trapero, uno de esos con carretilla. En aquella época todavía se iba a las casas a recoger periódicos y botellas de cava. El portero del edificio en el que yo trabajaba, sin embargo, nunca le dejaba pasar. Era un hombre limpio, pero llevaba el pelo muy largo. Y entonces me ofrecí para cortárselo, a ver si así tenía más suerte. Lo hice tres o cuatro veces. Nunca le quise cobrar".
Aquel trapero, un buen día, se marchó del barrio. Pasaron años sin que el señor Argilés volviera a saber nada de él. Hasta que se encontraron pagando el seguro del coche. "Yo iba con mi Mini. Él, con un Mercedes. Se había pasado a la chatarra y las cosas le iban mejor. Esa mañana había leído en La Vanguardia que el Bocaccio cerraba y que empezaban a vaciarlo. Le pregunté si se encargaba él. Me dijo que no, que lo hacía un conocido, pero que si quería me podía acompañar". Subieron al Mercedes y se acercaron a Muntaner. Una vez dentro, tras dejar atrás el gentío y el guardia de seguridad, el señor Argilés dijo que solo estaba interesado en los espejos de los baños. "Pero entonces me dijeron que, si quería el resto, era mío". Una recolecta que podría haber sido todavía más generosa si esa noche, unas horas antes de que el barbero volviera a por más trastos, unos ladrones no hubieran entrado en el local para arrasar con lo que quedaba. La enorme puerta de la entrada, por cierto, la joya de la corona, se la quedó el famoso coleccionista privado Pablo Ornaque. Todavía la conserva.
Los objetos fueron parte esencial de la historia de Bocaccio, que siempre tuvo vocación de ser algo más que un bar de copas. El grupo abrió nuevos locales en Madrid o en la Costa Brava, publicaba sus propios libros y revistas, distribuía películas, organizaba conferencias y viajes al extranjero. Inauguró una nueva manera de entender el negocio, marcando estilo y produciendo merchandising. Incluso tuvo una tienda física en la que se podían adquirir los distintos artículos de su línea de diseño. El caparazón, el sello, eran igual de importantes que las canciones, la bebida, el intercambio intelectual o los pasos de baile. El mobiliario y el personal se fundían hasta quedar atrapados en un único relato. Imaginemos. Juan Marsé y Manuel Vázquez Montalbán sentados en los sofás del piso de arriba, más preparado para la conversación, y dando un sorbo al champán cada vez que en los televisores se anuncia un nuevo agravamiento del estado de salud de Franco.
Oriol Bohigas desenroscando un plano sobre la mesa de reuniones para mostrárselo a dos colegas arquitectos. Jaime Gil de Biedma y Carlos Barral soplando en una misma tarta por su 50 cumpleaños. Un camarero encendiendo el cigarro que solo unos instantes antes Guillermina Motta se ha llevado a los labios. Mónica Randall viendo cómo Michael Douglas saca el botecito de cocaína y lo vierte indiscretamente delante de todo el mundo. Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa pasmados en la escalera, observando la marcha que llevan los cuerpos en la pista de abajo. Enrique Vila-Matas apoyado en la barra mientras toma apuntes para su columna Oído en Bocaccio de Fotogramas. Beatriz de Moura pidiendo paso con dos margaritas a punto de colmar en las manos.
"El objeto me interesa como contenedor de historias". Toni Vall también ha ido acumulando unos cuantos sobre el antiguo templo de los Regàs con los años. Agarra una caja de plástico de grandes dimensiones y la deja encima de la mesa del comedor de su casa. Empieza a remover con los dedos cerillas, pañuelos, hojas, trozos de tela, anuncios, trapos, libretas. Todos tienen algo en común. El mismo elemento que se repite en las innumerables fotografías de escenas bocaccianas que se hicieron en la época y han llegado a nuestros días impresas sobre papeles viejos. La B con las colas largas y estilizadas. El logo de la coctelería. La cicatriz de aquel desenfreno feliz. "Aquello me ha interesado toda mi vida, y me sigue interesando. Hay carpetas que no se cierran. Incluso después de acabar el libro, he seguido encontrando cosas del Bocaccio", explica el autor. Saca de la caja un calendario con el logo estampado. También una bolsa de cotillón con confeti, antifaces y una invitación con el siguiente título: "Noche de Fin de Año. 1977-1978". Antes de publicar, estuvo un año entrevistándose con algunos de los clientes más célebres del sitio, más de una veintena, los que todavía seguían vivos. Todo el material que atesora también acompañó la exitosa exposición sobre el Bocaccio que el Palau Robert organizó en 2020, por la que desfilaron más de 20.000 personas en apenas dos meses.
Es evidente que todo lo que ocurría entre esas cuatro paredes sigue llamando la atención. Lo sabe el señor Argilés, para el que era habitual que algunos curiosos visitaran su barbería fascinados por el mobiliario. Por lo general, barceloneses. En ocasiones, turistas. "Recuerdo a un japonés que hizo un dibujo y todo. Le dije que podía fotografiarla, pero le sabía mal. Al final se animó y sacó la cámara, pero quería pagarme, y yo me negué. Acordamos que lo afeitaría, para que él se quedara tranquilo y pudiera dejarme el dinero. ¡El problema era que no tenía ni un pelo en la barba!". Quien también se presentó varias veces en la calle de Sagués fue el fundador de Bocaccio, Oriol Regàs. Pero no entraba al establecimiento. "Se quedaba parado delante de la puerta, mirando a través del cristal. Y se emocionaba", narra el propietario. "Hasta que un día abrí y lo invité a pasar. Después de tantos años, para él volver a ver todas esas maderas debía ser muy fuerte".
Los objetos también son un atajo para reencontrarse con viejas sensaciones, evitando que se esfumen. Fijan el pasado, y construyen el mito, aunque eso también conlleva ciertos riesgos. Del Bocaccio se siguen pensando y diciendo muchas cosas. La principal, quizá, una que ya rechinaba en aquellos tiempos. La sospecha de que la gente que se reunía alrededor de esa barra no eran más que cuatro privilegiados haciéndose los progres. Vall, en su investigación, escarbó para descubrir qué había de realidad en esas acusaciones. "Era un sitio de la parte alta de la ciudad, con un público potencial adinerado, eso no se puede negar", razona el periodista. "De los clientes más nombrados, pobre no hay ninguno. Gente hecha a sí misma, bastante. Hijos de buena familia, también. Pero no se puede generalizar. Todo el mundo coincide en que era un punto de encuentro exclusivo, pero no elitista. Quien podía permitirse una copa, entraba. Y, si no, siempre había la opción de marcharse sin pagar".
Más allá de las especulaciones, quedan tres hechos. Primero, las ganas de trabajar de aquellas personas, plasmada en obras artísticas y carreras profesionales prolíficas y destacadas. Segundo, su profundo antifranquismo, su inclinación al debate. "Si a principios de siglo el referente era la tertulia del Café Gijón madrileño, en los años sesenta el Bocaccio significó un poco lo mismo", se lee en una de las páginas de Donde ocurría todo. Y tercero, una frase de Jorge Herralde cuando le preguntaron en su momento por si los pijos iban a Bocaccio: "Si iban, debió de ser un día. No podían volver porque no sabían de qué hablar".
Quien habló, y bastante, al otro lado de esa puerta fue Joan Manuel Serrat. Aseguran los que lo conocen que se quedó bastante tocado cuando supo que el Bocaccio cerraba para siempre. Como si quisiera prevenirse, arrambló un taburete, uno de esos altos, modernistas, tapizados, como no podía ser de otro modo, en terciopelo granate. Hoy lo lleva con él a sus conciertos. Ese asiento desgarbado ha recorrido el mundo de gira en gira. Serrat, además, encargó tres copias. Y una se la regaló a Joaquín Sabina.
Un objeto es un tesoro. Y, si estás entre amigos, el botín se comparte. Faltaría más.
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