La voz del verdugo y una deuda con las víctimas: la violencia contenida en el libro sobre José Bretón
Anagrama ha suspendido 'sine die' la distribución de 'El odio', de Luisgé Martín. Ruth Ortiz ha denunciado un posible delito de quebrantamiento de condena del asesino de sus dos hijos.

Madrid--Actualizado a
Cuando Anagrama anunció la publicación del libro de Luisgé Martín, pocos imaginaron que su destino sería la cancelación sine die. No es la primera vez que se narra la historia de un parricida desde su propia voz y tampoco es nuevo que haya provocado tanto daño. Sobre todo si se consideran los términos bajo los cuales ha tenido lugar, un desarrollo de los hechos que da cuenta de que las decisiones narrativas no son inocuas, mucho menos si se decide obviar por completo el dolor de a quienes arrebató su vida. ¿Es suficiente la libertad creativa como argumento cuando lo que está en juego es la representación de un horror de tal magnitud, la empatía y la memoria para con las víctimas?
Sara R. Gallardo, crítica literaria y doctora en Humanidades, recuerda que "la industria cultural no es un ente neutro. Tiene una responsabilidad en la forma en que construimos nuestra percepción del mundo y de la violencia (...) Hay una cuestión mucho más profunda que es a quién pertenece la realidad". Para ella, lo problemático no es tanto la existencia de libros como El odio, sino la tendencia estructural que los legitima. Hay un relato hegemónico que sigue colocando la voz del agresor en el centro, mientras las víctimas son reducidas a lo anecdótico, a un cuerpo sin agencia, a una excusa para la introspección del verdugo. Silvia Cosio, escritora y artista, comparte esta preocupación. Para ella, la literatura no puede desligarse de sus consecuencias: "Poner el foco en las víctimas, nombrarlas, contar su historia, el vacío y el dolor que dejan, priorizarlas sobre las cuitas y majaderías con las que los asesinos justifican su mediocridad y sadismo. Aquí está la clave".
Ambas lecturas retratan el falogocentrismo en estado puro. Es lo que Carolina Meloni describe en su reciente libro La instancia subversiva. Decir lo femenino, ¿es posible? (Akal): el secuestro de la isegoría, principio que garantiza el derecho a expresarse, a tener voz. La mirada y el entendimiento masculinos siguen determinando qué historias merecen ser escuchadas, ser contadas y, sobre todo, desde qué perspectivas.
"Poner el foco en las víctimas, sobre las cuitas y majaderías con las que los asesinos justifican su mediocridad y sadismo. Aquí está la clave"
No es solo cuestión de tematizar la espectacularización del horror, la fascinación por lo criminal, sino de la aproximación a la violencia desde la "individualización" y la "excepcionalización", apunta Sara R. Gallardo: "Hay cosas que se pueden inferir solo del propio proceso productivo del libro. Sabemos que es un hombre hablando de otro hombre, que es un asesino. Sabemos que la exmujer y víctima de este asesino ha interpuesto una denuncia, una demanda para que este libro no pueda salir a la luz. Sabemos por las declaraciones del autor que lo que le impulsa a escribir el libro es comprender por qué alguien llega a tal punto de maldad o de disociación para cometer esta atrocidad, como si el mal fuera una cuestión trascendental que solo se puede destilar a través del ingenio de un escritor".
Sería injusto pensar que Luisgé Martín es el único que se ha propuesto "destilar el alma humana a través de la literatura". Los debates que han emergido a partir de la publicación de esta historia, que analiza al asesino "como un personaje solitario, descentralizado, despegado de cuestiones sociales, culturales", tienen que ver con estructuras más amplias. En particular, con la perspectiva desde la cual se sitúa la pluma del escritor. Este ritual del novelista que ha encarnado Martín, como "un sobrehumano, un ser que está por encima" y a quien incluso el mero hecho de comunicarse con la mujer a cuyos hijos asesinó su personaje inspiracional supondría una interferencia, una contaminación de ese proceso sublime, termina ofreciendo "una visión muy maniquea del mundo, que es también la que tenemos inoculada desde la literatura o el cine", opina Sara R. Gallardo.
"Hay cosas que se pueden inferir solo del propio proceso productivo del libro"
A lo largo de estos días se ha hablado mucho de si el dolor de Ruth Ortiz puede o debe coartar los "procesos de creación", con un tono casi de desprecio hacia su persona. Se ha hablado del derecho a escribir y a leer ese libro sin mencionar el papel de la propia empresa editorial, de la industria, que solo tras el boicot popular ha decidido que lo lógico era dar un paso atrás. Pero ¿qué hay de todos los filtros que ese manuscrito tuvo que pasar hasta llegar a la imprenta? Puede que, como dice Gallardo, se hable de "nuestras historias" cuando a lo que se están refiriendo es a las "historias de los hombres". Pues en realidad la mayoría de las historias, "nuestras historias", tienen que ver con una "posición subalterna en el mundo, atravesadas por otras miles de cuestiones". "Sí te soy sincera, te diré que se da voz a los señores porque las decisiones las toman señores que no escuchan a las mujeres o mujeres que solo escuchan a los señores", expresa en el mismo sentido Silvia Cosio.
De nuevo, ese púlpito del "macho creador", dispuesto a manejar la realidad a su manera, que hace preguntarse en este caso quién ha utilizado a quién, si el asesino al escritor o viceversa. "Si la realidad es de todos, este asesinato es de todos... Pero lo que sienta esa madre sobre esas palabras o sobre esa recreación del asesinato tan absolutamente atroz e inimaginable de sus hijos, ¿no es responsabilidad de nadie? No hay una reflexión colectiva sobre la violencia machista", incide Gallardo. Cuando la sociedad se brinda de las herramientas pertinentes, se permite conceptualizar y, por qué no, echar esta falta de perspectiva de género en cara, como advierte Cosio, "hay que asumir esa postura y no victimizarse. La ignorancia o la pretendida inocencia, también es un posicionamiento ético".
Por suerte, existen otras formas de narrar la violencia. Gallardo menciona ejemplos que han logrado revertir esta tendencia: libros como Chicas muertas de Selva Almada o El invencible verano de Liliana de Cristina Rivera Garza no se conforman con describir el horror, sino que lo enmarcan dentro de un contexto político y social. Son obras que devuelven la agencia a las víctimas, que no las reducen a simples detonantes del drama de otro, sino que las reivindican como sujetos de su propia historia.
Puede que, como dice Gallardo, se hable de "nuestras historias" cuando a lo que se están refiriendo es a las "historias de los hombres"
En este sentido, Anagrama "es responsable, en tanto que nadie tuvo el sentido común de plantearse dos cosas: si un crimen como el de Bretón, que es violencia de género, puede recrearse sin atender esa perspectiva, dando voz exclusivamente al maltratador; e ignorando la existencia de Ruth, la falta de delicadeza y valentía al no contactar con ella. Es algo que escapa a mi comprensión", valora Cosio. El hecho de que "nadie en la editorial se diera cuenta de que el enfoque perpetúa precisamente todos los condicionamientos culturales, ideológicos y psicólogos que convirtieron a Bretón en un maltratador, primero, y en un asesino, después, es responsabilidad también de la editorial", insiste. Al mismo tiempo, pone de relieve la importancia de hacer justicia por la memoria e intimidad de las dos criaturas menores de edad que fueron horriblemente asesinadas.
De ahí su insistencia en que "elaborar protocolos pero que luego se dé luz verde a proyectos que ignoran la perspectiva de género, clase o color de piel, no es más que papel mojado. Salir de las burbujas de palmeros y escuchar a los y las expertas es mucho más útil. Asesorarse, abrir las orejas".
"El enfoque perpetúa precisamente todos los condicionamientos culturales que convirtieron a Bretón en un maltratador"
La indignación suscitada no es solo por la publicación del libro, sino por haber perdido la posibilidad de haber construido otro tipo de relato, más consciente de sus graves implicaciones. ¿Dónde está el límite entre memoria y explotación del dolor ajeno? ¿De verdad necesitamos representar "monstruos" como José Bretón para tranquilizarnos pensando que el mal es algo ajeno, o había que buscar otras formas, dentro de nuestra propia comunidad para aprender a colectivizar el daño que infringen casos como este? Las preguntas se han abierto, ahora las instituciones culturales, como mecanismos sociales, tendrán mucho que decir. Este caso no ha hecho más que confirmar lo que tantas voces llevan años denunciando: que la narrativa del perpetrador sigue siendo la norma, mientras las víctimas continúan esperando su turno para hablar.
Ruth Ortiz anunció este jueves su decisión de denunciar a José Bretón por quebrantamiento de condena y violencia psicológica. Todo el mundo lleva más de una semana hablando de lo que les hizo a sus niños con el fin de infringirle daño a su expareja. Uno de los casos que más han conmocionado al país en los últimos años, la cara más descarnada de la violencia vicaria. Y vuelve a tener lo que buscaba hace 14 años: ella sigue sufriendo "un tremendo dolor y nuevos daños psicológicos".
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